lunes, 21 de septiembre de 2009

TRATA DE PERSONAS EN LA TRIPLE FRONTERA (3): Se vende niña de 15 años por 500 pesos


Argentina, principal mercado sexual. Jovencitas paraguayas se ofrecen a los transeúntes frentes a un albergue transitorio, en la zona de Constitución, Buenos Aires.


L. A. fue llevada desde Caaguazú a La Plata para trabajar como doméstica, pero acabó secuestrada en un burdel, golpeada y obligada a mantener sexo con los clientes. Logró escapar y pedir ayuda a la policía.

Por Andrés Colmán Gutiérrez
y Sofía Masi

Tan solo 500 pesos (750 mil guaraníes). Es lo que cuesta “comprar” a una chica paraguaya, menor de edad, en un burdel de La Plata, Argentina. Es lo que Oscar, “caficho” de un prostíbulo, le pagó a Norma, “madama” de otro burdel, por la menor L., llevada con engaños desde Caaguazú para trabajar como empleada doméstica. (La comparación es muy odiosa, pero una vaca, en el mercado local, cuesta cuatro veces más: 3 millones de guaraníes).
L. tiene solo 15 años de edad, pero ya sus mejores sueños se han visto destrozados a edad temprana. Ella proviene de una familia campesina humilde en la zona de Caaguazú, y trabajaba desde muy chica envasando carbón en una pequeña empresa familiar.
En una discoteca, L. conoció a Armindo, un hombre canchero y simpático, quien le ofreció la oportunidad de su vida. “Me habló de que una familia amiga suya, en la Argentina, que estaba necesitando una empleada doméstica, y que allí iba a ganar tres veces más de lo que yo ganaba en la carbonería”, narra la joven.
L. no lo pensó dos veces. Esa misma noche, en la fiesta, le dijo que sí, que estaba dispuesta a viajar. Armindo no perdió el tiempo: la citó para dentro de dos días, en la Terminal de Caaguazú, ya con su equipaje y su cédula de identidad.
Para evitar problemas de documentación por ser menor de edad, L. acudió a un recurso conocido: fue hasta la casa de su hermana mayor, le sustrajo la cédula de identidad y dejó la suya en su lugar.
El lunes 17 de setiembre, a la tarde, la jovencita llegó con su bolso a la terminal de Caaguazú, donde Armindo ya la estaba esperando con su pasaje en la mano. Le explicó que viajaría a las 17, en un ómnibus de la empresa Nuestra Señora de la Asunción que iba directo a La Plata. A su llegada la iba a estar esperando la señora Norma, la mujer que le otorgaría el empleo tan anhelado.

VENDIDA COMO ESCLAVA.
El ómnibus llegó el martes 18, cerca del mediodía. “Al bajar, ya le reconocí a la mujer por las señas que me dio Armindo. Me saludó y me pidió mi documento, pero yo no le entregué. Nos subimos en un taxi y me llevó a la casa donde supuestamente yo iba a trabajar como doméstica. Era una casa enorme”, recuerda L.
Al recorrer el sitio, la adolescente se dio cuenta de que era “un boliche”, por el ambiente y la forma de vestirse de las chicas que se hallaban en el lugar. “Allí me di cuenta que me engañaron, y para confirmar mis sospechas le pregunté al dueño de la casa cual iba a ser mi trabajo. Me dijo que tenía que complacer a los clientes, que me tenía que acostar con ellos. Le dije que jamás haría eso, y entonces este hombre empezó a golpearme, hasta dejarme inconsciente”, relata.
Luego de dos días de constantes maltrato físicos, la señora Norma, la “madama” del burdel, le dijo que se prepare, que la iban a trasladar a otro sitio. La metieron en un vehículo cerrado, con vidrios ahumados y la llevaron a un sitio no lejano. Era otro prostíbulo, también en La Plata, pero en la zona de Arana.
Allí le presentaron a un hombre llamado Oscar, que desde entonces sería su nuevo patrón. En el local había otras cuatro mujeres, dedicadas a la prostitución: dos de ellas eran de nacionalidad paraguaya, las otras dos eran argentinas.
“El señor Oscar me dijo que tenía que estar lista para cuando lleguen los clientes. Nuevamente me negué, y entonces Oscar me golpeó por la cara, por la cabeza, me tiró contra la pared, y me decía que tenía que comenzar a trabajar, porque él le había pagado 500 pesos por mí a la señora Norma, y tenía que recuperar su dinero”, recuerda L., entre sollozos.

CASTIGO. La joven L. no tuvo más alternativa que aceptar la explotación a que la sometían. Desde el primer día la obligaron a “trabajar” a todas horas en que era requerida por los clientes. Por ser menor de edad, era la más solicitada.
“El mismo Óscar le cobraba a los clientes: por 15 minutos de sexo cobraba 30 pesos (45 mil guaraníes); por 30 minutos, 50 pesos (75 mil guaraníes), por 1 hora, 100 pesos (150 mil guaraníes)”, cuenta la joven.
Mantenía relaciones sin ninguna protección, a excepción de unos pocos clientes que llevaban sus propios preservativos. La mayoría de los que acudían al local eran argentinos y peruanos.
“No me dejaban salir ni siquiera a la puerta. Me tenían encerrada y constantemente me golpeaban. A veces me dejaban si comer como castigo porque protestaba, o me hacían dormir en el piso”, destaca.
En una ocasión le contó a uno de los clientes su trágica situación, y este le prometió ayudarla a escapar, pero Oscar se dio cuenta y le amenazó al cliente, que era vecino del lugar.
L. le pidió ayuda a las otras dos chicas paraguayas. Un día, cuando ya llevaba más de un mes en el lugar, una de estas paraguayas le avisó que el encargado del prostíbulo estaba muy borracho y se había quedado dormido, y que era el momento de huir.
“Esta chica compatriota me acompañó hasta la puerta, salí a la calle sola, pero no sabía a donde ir, porque no conocía nada ni a nadie. Entonces me acordé que el cliente amigo me dijo que cerca había una comisaría. Corriendo, pregunté y pude llegar. Le conté todo al primer policía que encontré, y él me ayudó”, rememora la joven.
Al poco rato, el caficho Oscar llegó con prepotencia y dijo a los policías que la chica era suya, y QUE la iba a llevar de nuevo, pero los uniformados se lo impidieron, y el hombre tuvo que retirarse.
Los policías dieron parte al Consulado del Paraguay en Buenos Aires, que intervino en el caso. En seguida también tomaron parte funcionarios de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que asistieron a la joven L., y la pusieron en contacto con la Secretaría de la Niñez y la Adolescencia en Paraguay. Así, en la tarde del 29 de noviembre de 2007, la joven L. descendió de un avión que aterrizó en el Aeropuerto Guaraní de Minga Guazú, Alto Paraná, donde la estaban aguardando educadores y abogados del Centro de Atención, Prevención y Acompañamiento a Niñas, Niños y Adolescentes (Ceapra), con base en Ciudad del Este, que le dieron albergue y atención especializada.
Ahora L. está de vuelta en su comunidad, ha podido reencontrarse en un largo abrazo con su madre, ha llorado mucho y sigue llorando, pero siente que la vida le sonríe de nuevo y le ha dado otra oportunidad. Tiene aún rastros de heridas en el cuerpo, pero son las otras, las que no se ven, las heridas del alma, las que más le duelen, y la que seguramente tardarán un largo tiempo -¿toda una vida?- en cicatrizar.

viernes, 4 de septiembre de 2009

TRATA DE PERSONAS EN LA TRIPLE FRONTERA (2) La historia de Graciela (segunda parte), huida en la madrugada.


Por este mismo lugar, desde Puerto Irala (Paraguay), Graciela fue cruzada clandestinamente en canoa por el río Paraná, hasta Puerto Esperanza (Argentina), donde fue mantenida en cautiverio y obligada a prostituirse en un burdel de carretera.


Durante dos meses, Graciela y sus dos compañeras menores sobrevivieron secuestradas en el burdel “La Cueva”, en Argentina, hasta que lograron huir. Un canoero se apiadó y las hizo cruzar de vuelta al Paraguay. No presentaron denuncia judicial, por miedo a represalias.

Por Andrés Colmán Gutiérrez
y Sofía Masi


“Fue como vivir en un infierno…”. Así describe Graciela los meses en que ella y sus dos compañeras menores de edad vivieron encerradas en el Bar Pool “La cueva del Tío Tito”, en Puerto Esperanza, Provincia de Misiones, Argentina, luego de haber sido llevadas engañadas desde Ciudad del Este con la promesa de ganar 300 pesos (450 mil guaraníes) a la semana, trabajando como meseras en un restaurante.
Las tres jovencitas habían sido “reclutadas” por Silvana, una chica joven que las conoció en una discoteca cachaquera de la capital altoparanaense. Las hicieron cruzar por Puerto Irala, una pequeña y aislada localidad ubicada a orillas del Paraná, a 70 kilómetros al sur de Ciudad del Este. Allí, un hombre previamente contratado las hizo cruzar en una precaria canoa, hasta desembarcar en una playa en medio del monte, del lado argentino. Fernando, el socio de Silvana, había pasado la frontera por el Puente de la Amistad en una camioneta y las esperaba en un descampado, cerca de Puerto Libertad, a pocos metros aguas arribas de la base de la Marina argentina. Las alzó en el vehículo, condujo unos 8 kilómetros por un camino de tierra, hasta salir a la entrada de Puerto Esperanza (48 kilómetros al sur de Puerto Yguazú, sobre la ruta 12, que conduce a Buenos Aires), donde se halla el local nocturno.
“En seguida nos dimos cuenta de que nos habían llevado para trabajar en otra cosa. El lugar estaba lleno de clientes, camioneros en su mayoría, sentados en las mesas, que se estaban emborrachando con vino o cerveza, y había varias chicas vestidas con tops y polleras muy cortitas, que se sentaban en los regazos de los clientes, y a veces alguno entraba al fondo con una de las chicas. El dueño o encargado del negocio estaba parado en la puerta, y era el que cobraba el dinero por cada pase”, relata Graciela.

AMENAZAS Y MALTRATOS. “Pase” es el nombre que le dan en el ambiente prostibulario argentino a cada sesión de sexo que los clientes contratan, cuando deciden ingresar con alguna de las chicas a “las piezas del fondo”.
Cuando Graciela y sus dos amigas se dieron cuenta del engaño del que habían sido víctimas, dice ella que intentaron resistirse y pedir que las lleven de vuelta al Paraguay. “Fue entonces cuando comenzaron a maltratarnos, a amenazarnos, nos encerraron en las piezas y solo nos dejaron salir cuando aceptamos entrar con los clientes”, revela.
Los cliente pagaban 50 pesos (75 mil guaraníes) por cada “pase”, y estaban obligadas a entrar todas las veces que eran requeridas, hasta con más de diez hombres en una sola noche.”No podíamos negarnos, si lo hacíamos nos golpeaban, si o sí teníamos que hacer lo que el cliente quería, yo nunca ví un centavo del dinero, porque todo iba al bolsillo del patrón”, dice la joven-
El “patrón” es conocido como el tío Tito, un popular empresario de locales nocturnos en Puerto Esperanza. “La Cueva” está registrada como “bar pool”, pero todos saben que es un prostíbulo disfrazado, ubicado en la misma entrada a la ciudad, sobre la carretera 12, en un cruce estratégico donde los camioneros hacen su parada preferida para “divertirse un poco”.
“Estaban unas diez o quince chicas, casi todas paraguayas, solo una era brasileña. Casi todas menores de edad, de entre 15 a 17 años por ahí. A nosotras no nos dejaban hablar mucho con las otras, había guardias que nos controlaban, no podíamos salir a la calle, y nos tenían la mayor parte del tiempo como presas en la habitación. Yo me sentía muy mal, extrañaba mucho a mi hijito y a mi familia, y con las otras dos amigas nos dijimos que apenas tengamos oportunidad, nos íbamos a escapar, sin importar el peligro”, recuerda Graciela, con los ojos humedecidos.

LA FUGA.
La oportunidad se presentó una fría madrugada, a los dos meses de su permanencia en el burdel. La actividad nocturna había culminado más temprano, los últimos clientes se habían retirado, el patrón y sus colaboradores mandaron a las chicas a dormir y cerraron en local.
Graciela y sus amigas esperaron un largo rato a que todo se ponga oscuro y silencioso. Entonces una de ellas salió de la pieza en puntapiés, llegó sigilosamente hasta el frente del local y comprobó con gran alegría que el guardia se había quedado dormido en su silla.
En seguida buscó a sus amigas, y juntas las tres, sin llevarse casi nada más que la ropa puesta, abrieron con cuidado la pequeña puerta verde del frente, salieron a la calle y echaron a correr hacia la carretera, amparadas por las sombras de la madrugada.
“Caminamos mucho, nos moríamos de frío, cruzamos montes y yuyales, íbamos preguntando cómo podíamos llegar hasta la orilla del río Paraná, la gente no nos quería ayudar, tenían miedo de nosotras. Teníamos miedo de que los guardias del patrón nos persigan y nos agarren otra vez, allí eran capaz de matarnos”, narra la jovencita.
Una de las chicas tenía un embarazo de casi tres meses, y estaba a punto de desamayarse. “Por suerte un señor nos indicó y así llegamos, ya de día, con los pies hinchados y lleno de heridas, hasta la costa del río. Reconocimos a Puerto Irala del otro lado, por donde habíamos pasado la primera vez… ¡Allí estaba el Paraguay, muy cerca, pero inalcanzable! Si era por mí, me tiraba al agua y cruzaba nadando”, asegura Graciela.
Recorriendo la orilla argentina, las chicas encontraron a un canoero paraguayo y les explicaron que tenían problemas, que necesitaban cruzar en seguida, pero que no tenían nada de dinero con ellas. El hombre al principio no quiso ayudarlas, pero luego se apiadó y las alzó en la embarcación. El viaje duró pocos minutos, pero a Graciela le pareció que era una eternidad, que nunca iba a llegar. Cuando al fin la canoa atracó en la costa paraguaya, ella saltó a tierra y se dejó caer de bruces en la playa, sollozando con un entremezclado sentimiento de alivio, de dolor, de alegría… como si volviera a nacer de nuevo.

NO A LAS DENUNCIAS. “No, no quiero, tengo miedo…” dice Graciela, cuando se le pregunta si ya formuló alguna denuncia ante las autoridades del Ministerio Público o la Policía. Ella prefiere que nadie sepa nada de lo que le sucedió, ni siquiera sus familiares más cercanos, no tanto por vergüenza, sino por temor a represalias.
“Los que nos llevaron siguen por allí, tienen mucho poder y mucha influencia, y siguen agarrando jovencitas para llevar a la Argentina, yo no quiero arriesgarme”, afirma ella.
Graciela aceptó contar su historia ante los periodistas de ÚH a condición de que se proteja su identidad, y no se revelen fechas precisas, ni nombres de los involucrados. También rechaza cualquier sugerencia de acudir ante las autoridades, porque no tiene ninguna confianza, ni en la policía, ni en los fiscalía, ni en la Justicia.
Sabe que otras víctimas que si se animaron a presentar denuncias, en lugar de ser protegidas por las autoridades, terminaron siendo abandonadas a su suerte y amenazadas de muerte por la poderosa mafia que se dedica a la trata y explotación sexual de menores en la Triple Frontera.
Graciela ha recibido el apoyo de profesionales de una organización privada, que le brindan orientación sicológica y la están ayudando a reinsertarse lentamente en su comunidad. “Ahora solo quiero volver a mi casa y verle a mi hijo, estoy estudiando peluquería y ese es mi sueño por ahora”, confiesa, con una sonrisa melancólica.