lunes, 24 de agosto de 2009

TRATA DE PERSONAS EN LA TRIPLE FRONTERA (1): La historia de Graciela (primera parte)


El burdel "La Cueva", en Puerto Esperanza, Misiones.

A Graciela (16) la hicieron cruzar clandestinamente el río Paraná en canoa, con la promesa de un empleo digno, junto a otras dos chicas menores. Las tuvieron secuestradas en el burdel “La Cueva”, en Puerto Esperanza, de donde lograron huir. Una serie que revela la oscura red de tráfico sexual en la Triple Frontera.

Por Andrés Colmán Gutiérrez
y Sofía Masi


La mujer le aseguró que iba a trabajar como empleada en un bar de Puerto Esperanza, en Misiones (Argentina), y que iba a ganar mucha plata. A Graciela se le iluminaron los ojos. Hace rato que andaba buscando trabajo casi con desesperación. De pronto aparece esta nueva amiga, como caída del cielo, con esa propuesta que era como cumplir un sueño. ¡Qué suerte…!
¿Cómo imaginar que el sueño se convertiría en pesadilla? ¿Cómo saber que todo era una trampa, un vil engaño, y que ella iba a terminar secuestrada en un prostíbulo, maltratada con violencia, obligada bajo amenazas a mantener sexo con los clientes, a cincuenta pesos (unos 75 mil guaraníes) por cada vez, dinero del que ella nunca vio un solo billete, porque todo iba a parar a los bolsillos del “patrón”?
Tiene rostro de niña y a cada tanto baja la mirada, como si tuviera mucha vergüenza en contar lo que le sucedió. Hay que arrancarle las palabras con delicadeza, tratando de que el recorrido por su memoria no sea una manera de re-victimizarla, de revivir nuevamente el horror, sino de ayudar a revelar los oscuros tentáculos de una poderosa red mafiosa que se alimenta y lucra con la inocencia.
Obviamente, Graciela no se llama Graciela. Es el nombre que le inventamos para cubrir su verdadera identidad. Pero ella está aquí, enfrentada a sus fantasmas interiores, una sobreviviente fugada del infierno, sentada ante los periodistas de Última Hora, dispuesta a contar su historia, para que se conozca la terrible y cruel realidad social que se oculta en el submundo de la Triple Frontera.

LA PROPUESTA TENTADORA. Graciela vivía con su madre y hermanos en una humilde casa del barrio Don Bosco, en Ciudad del Este. Desde niña, la pobreza y la marginalidad la golpearon con dureza. Muy jovencita se embarazó y tuvo un bebé. La historia de siempre: el hombre desapareció y la abandonó con el hijo.
Así andaba, necesitada de trabajo, cuando apareció Silvana, chica joven, divertida, que le gustaba alardear con joyas y celulares caros. Durante una fiesta, en una discoteca cachaquera, la propuesta llegó, tentadora: “Silvana me dijo que ella me podía llevar a la Argentina, que allá me iba a conseguir un buen trabajo, y que iba a ganar 300 pesos por semana (450 mil guaraníes), sirviendo en un bar”, recuerda Graciela.
Al principio, ella dudó. Nunca antes había salido del país, pero conocía historias de otras chicas que se habían ido a la Argentina, o a España, y mandaban buen dinero a su familia. Las amigas le hicieron la liga: “Andate si que, no seas vyra, aquí en el Paraguay ko ya no hay nada que hacer”.
Graciela era menor de edad y no se atrevía a pedirle a su mamá que le firme un permiso, porque no le iba a dejar irse. La propia Silvana le recomendó la solución. “Escondí la cédula de mi hermana mayor, para hacerme pasar por ella, porque somos medio parecidas”, revela la joven.
Silvana la convenció de que se escape de su casa, y la llevó a vivir con ella, para evitar que se eche atrás. Le dijo que no iba a ser la única, que otras dos chicas paraguayas (también menores) se iban a ir en el mismo viaje, a trabajar en el mismo bar.
En pocos días, todo estuvo listo. Silvana le presentó a Fernando, “un amigo” que iba a ayudarles a cruzar por el río a la Argentina, sin tener que pasar por ningún control. Una cálida mañana (en fecha aún reciente, que nuestra entrevistada prefiere no precisar en la publicación), se realizó el viaje hasta Puerto Domingo Martínez de Irala, pequeña y aislada localidad a unos 70 kilómetros al sur de Ciudad del Este, a orillas del río Paraná.
“Nos llevaron a las tres chicas, todas menores de edad. Había sido que una ya estaba embarazada. Llegamos en Puerto Irala y allí un canoero ya nos estaba esperando, y nos hizo cruzar el río en canoa. A mí me dio mucho miedo, me parecía que se podía volcar. Pero cruzamos sin problema, nadie nos pidió ningún documento, y en el lado argentino ya nos estaba esperando Fernando, con una camioneta”, cuenta Graciela.

VIAJE AL INFIERNO. Del otro lado del río desembarcaron en una playa casi desértica, aguas arribas de la base de la Marina Argentina, en Puerto Libertad. Subieron por un sendero entre las malezas hasta un descampado, donde Fernando las alzó en una camioneta.
“Nos llevó hasta un local, en la ruta, que se llama La Cueva. Cuando llegamos, ya me dí cuenta de que no era un bar común, sino de otro tipo. Había varias chicas, con polleras cortitas, sentadas en los regazos de los clientes. Allí ya me asusté y pensé que me esperaba lo peor”, cuenta Graciela.
Dice que había cerca de veinte chicas en el establecimiento, y que casi todas eran paraguayas. Solo una era brasileña. “La mayoría de las chicas eran de mi edad, menores como yo”, confirma.
El calvario comenzó. “Nos hicieron firmar en una libretita, con la fecha que ingresamos, nos quitaron todos los documentos, y nos dijeron que no podíamos salir de allí hasta cumplir tres meses de trabajo, cuando cubriríamos todo lo que gastaron para llevarnos. Recién entonces nos iban a dar nuestro dinero”, relata la joven.
Ubicado sobre la carretera 12 que lleva de Puerto Yguazú a Buenos Aires, a la entrada de Puerto Esperanza, a unos 48 kilómetros al sur de la Triple Frontera, el bar pool “La Cueva del tío Tito” es un enorme galpón con tinglado, totalmente cerrado, y con una pequeña puerta verde de acceso, como lo pudieron comprobar personalmente los enviados de ÚH, en una visita posterior.
Al fondo del local hay un largo corredor con varias habitaciones. A cada una de las chicas se les asignó una pieza, en la que se las mantenía encerradas la mayor parte del tiempo. En esa misma pieza debían recibir a los clientes.
“Un hombre se colocaba en la puerta y les cobraba 50 pesos a cada cliente que entraba con nosotras. Nunca vimos un solo centavo de ese dinero. No podíamos negarnos, o si no nos pegaban. Si o sí teníamos que hacer todo lo que el cliente quería”, dice Graciela, y un triste silencio se le congela en la mirada.

Proxima nota: Escape del burdel La Cueva en la madrugada, y una larga odisea para cruzar el río, de vuelta al Paraguay. Cómo opera la red de trata de menores.