
Argentina, principal mercado sexual. Jovencitas paraguayas se ofrecen a los transeúntes frentes a un albergue transitorio, en la zona de Constitución, Buenos Aires.
L. A. fue llevada desde Caaguazú a La Plata para trabajar como doméstica, pero acabó secuestrada en un burdel, golpeada y obligada a mantener sexo con los clientes. Logró escapar y pedir ayuda a la policía.
Por Andrés Colmán Gutiérrez
y Sofía Masi
Tan solo 500 pesos (750 mil guaraníes). Es lo que cuesta “comprar” a una chica paraguaya, menor de edad, en un burdel de La Plata, Argentina. Es lo que Oscar, “caficho” de un prostíbulo, le pagó a Norma, “madama” de otro burdel, por la menor L., llevada con engaños desde Caaguazú para trabajar como empleada doméstica. (La comparación es muy odiosa, pero una vaca, en el mercado local, cuesta cuatro veces más: 3 millones de guaraníes).
L. tiene solo 15 años de edad, pero ya sus mejores sueños se han visto destrozados a edad temprana. Ella proviene de una familia campesina humilde en la zona de Caaguazú, y trabajaba desde muy chica envasando carbón en una pequeña empresa familiar.
En una discoteca, L. conoció a Armindo, un hombre canchero y simpático, quien le ofreció la oportunidad de su vida. “Me habló de que una familia amiga suya, en la Argentina, que estaba necesitando una empleada doméstica, y que allí iba a ganar tres veces más de lo que yo ganaba en la carbonería”, narra la joven.
L. no lo pensó dos veces. Esa misma noche, en la fiesta, le dijo que sí, que estaba dispuesta a viajar. Armindo no perdió el tiempo: la citó para dentro de dos días, en la Terminal de Caaguazú, ya con su equipaje y su cédula de identidad.
Para evitar problemas de documentación por ser menor de edad, L. acudió a un recurso conocido: fue hasta la casa de su hermana mayor, le sustrajo la cédula de identidad y dejó la suya en su lugar.
El lunes 17 de setiembre, a la tarde, la jovencita llegó con su bolso a la terminal de Caaguazú, donde Armindo ya la estaba esperando con su pasaje en la mano. Le explicó que viajaría a las 17, en un ómnibus de la empresa Nuestra Señora de la Asunción que iba directo a La Plata. A su llegada la iba a estar esperando la señora Norma, la mujer que le otorgaría el empleo tan anhelado.
VENDIDA COMO ESCLAVA. El ómnibus llegó el martes 18, cerca del mediodía. “Al bajar, ya le reconocí a la mujer por las señas que me dio Armindo. Me saludó y me pidió mi documento, pero yo no le entregué. Nos subimos en un taxi y me llevó a la casa donde supuestamente yo iba a trabajar como doméstica. Era una casa enorme”, recuerda L.
Al recorrer el sitio, la adolescente se dio cuenta de que era “un boliche”, por el ambiente y la forma de vestirse de las chicas que se hallaban en el lugar. “Allí me di cuenta que me engañaron, y para confirmar mis sospechas le pregunté al dueño de la casa cual iba a ser mi trabajo. Me dijo que tenía que complacer a los clientes, que me tenía que acostar con ellos. Le dije que jamás haría eso, y entonces este hombre empezó a golpearme, hasta dejarme inconsciente”, relata.
Luego de dos días de constantes maltrato físicos, la señora Norma, la “madama” del burdel, le dijo que se prepare, que la iban a trasladar a otro sitio. La metieron en un vehículo cerrado, con vidrios ahumados y la llevaron a un sitio no lejano. Era otro prostíbulo, también en La Plata, pero en la zona de Arana.
Allí le presentaron a un hombre llamado Oscar, que desde entonces sería su nuevo patrón. En el local había otras cuatro mujeres, dedicadas a la prostitución: dos de ellas eran de nacionalidad paraguaya, las otras dos eran argentinas.
“El señor Oscar me dijo que tenía que estar lista para cuando lleguen los clientes. Nuevamente me negué, y entonces Oscar me golpeó por la cara, por la cabeza, me tiró contra la pared, y me decía que tenía que comenzar a trabajar, porque él le había pagado 500 pesos por mí a la señora Norma, y tenía que recuperar su dinero”, recuerda L., entre sollozos.
CASTIGO. La joven L. no tuvo más alternativa que aceptar la explotación a que la sometían. Desde el primer día la obligaron a “trabajar” a todas horas en que era requerida por los clientes. Por ser menor de edad, era la más solicitada.
“El mismo Óscar le cobraba a los clientes: por 15 minutos de sexo cobraba 30 pesos (45 mil guaraníes); por 30 minutos, 50 pesos (75 mil guaraníes), por 1 hora, 100 pesos (150 mil guaraníes)”, cuenta la joven.
Mantenía relaciones sin ninguna protección, a excepción de unos pocos clientes que llevaban sus propios preservativos. La mayoría de los que acudían al local eran argentinos y peruanos.
“No me dejaban salir ni siquiera a la puerta. Me tenían encerrada y constantemente me golpeaban. A veces me dejaban si comer como castigo porque protestaba, o me hacían dormir en el piso”, destaca.
En una ocasión le contó a uno de los clientes su trágica situación, y este le prometió ayudarla a escapar, pero Oscar se dio cuenta y le amenazó al cliente, que era vecino del lugar.
L. le pidió ayuda a las otras dos chicas paraguayas. Un día, cuando ya llevaba más de un mes en el lugar, una de estas paraguayas le avisó que el encargado del prostíbulo estaba muy borracho y se había quedado dormido, y que era el momento de huir.
“Esta chica compatriota me acompañó hasta la puerta, salí a la calle sola, pero no sabía a donde ir, porque no conocía nada ni a nadie. Entonces me acordé que el cliente amigo me dijo que cerca había una comisaría. Corriendo, pregunté y pude llegar. Le conté todo al primer policía que encontré, y él me ayudó”, rememora la joven.
Al poco rato, el caficho Oscar llegó con prepotencia y dijo a los policías que la chica era suya, y QUE la iba a llevar de nuevo, pero los uniformados se lo impidieron, y el hombre tuvo que retirarse.
Los policías dieron parte al Consulado del Paraguay en Buenos Aires, que intervino en el caso. En seguida también tomaron parte funcionarios de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), que asistieron a la joven L., y la pusieron en contacto con la Secretaría de la Niñez y la Adolescencia en Paraguay. Así, en la tarde del 29 de noviembre de 2007, la joven L. descendió de un avión que aterrizó en el Aeropuerto Guaraní de Minga Guazú, Alto Paraná, donde la estaban aguardando educadores y abogados del Centro de Atención, Prevención y Acompañamiento a Niñas, Niños y Adolescentes (Ceapra), con base en Ciudad del Este, que le dieron albergue y atención especializada.
Ahora L. está de vuelta en su comunidad, ha podido reencontrarse en un largo abrazo con su madre, ha llorado mucho y sigue llorando, pero siente que la vida le sonríe de nuevo y le ha dado otra oportunidad. Tiene aún rastros de heridas en el cuerpo, pero son las otras, las que no se ven, las heridas del alma, las que más le duelen, y la que seguramente tardarán un largo tiempo -¿toda una vida?- en cicatrizar.